12 mayo 2011
No hay premios para el ganador, sino para el servidor
(Mateo 20: 20-28).
“Esto es terrible – le confesó a su amigo – si estoy jugando fútbol, quiero ser el mejor de la cancha, me molesta que otro compañero haga el gol, porque yo quiero ser el que hace el gol, quiero las felicitaciones y el aplauso para mí, no para él. Si vamos a cantar, quiero que mi voz suene mejor que las otras, quiero que sea la más hermosa. Si doy una conferencia, necesito urgentemente que la gente quede impresionada, se dé cuenta de mi gran capacidad y me felicite. Si mis amigos están hablando de los logros de sus hijos en la escuela quiero que los míos sean los que despierten mayor admiración, los que mejores notas tengan y los que más condecoraciones hayan recibido. Pensándolo bien creo que lo que me pasa no es terrible, es enfermizo. No puedo desligarme de la esclavitud de mi ego, no puedo evitar querer ser el mejor en todo, ser el primero en toda parte, tener la esposa más bonita, la casa más grande, el auto más costoso, la ropa más fina y el trabajo más envidiado. Es más, si me muestras una foto de un grupo de personas donde estoy yo, ¿sabes a quién bucarán primero mis ojos? Sí, correcto, a mí.
Me buscaré a mí mismo, quiero verme cómo salí. Es inevitable, soy un egocéntrico, creo que el mundo gira alrededor mío. Cuando hablo por teléfono la palabra que más uso es “yo”. Y cuando converso en grupo quiero que todos me escuchen a mí y hasta exagero las historias sólo para sorprender a los demás con mis supuestas hazañas. ¿Ves cómo estoy preso en mi ego, encerrado en mí?” Ante esta confesión, el amigo le respondió: “lo que también veo en ti es una gran sinceridad. Ya quisiera tener el valor que tienes tú para reconocer que ese mismo problema lo vivo yo como humano. El egocentrismo es algo innato, algo contra lo cual tenemos que luchar, porque viene en nuestros mismos genes. ¿Pero sabes algo? Escuchándote a ti he podido comprender a Jesús cuando en la Biblia reconvino a sus apóstoles porque se peleaban deseando ser los primeros. El Señor les dijo que si realmente querían ser grandes, importantes, se convirtieran en servidores. ¿Puedes imaginarte eso? Para Dios es más valioso el que sirvas a otro y le ayudes a ser un ganador, que el que tú mismo te constituyas en un ganador. Es increíble, porque no existen premios para los que ayudan al campeón, sino para el campeón. Pero Jesús me insta a servir a la gente en lugar de servirme de ella. Y me dice que no intente ser un vencedor, porque el vencedor es Él, y me ha dado su victoria. Y que no intente ganar su amor, porque Él ya me ama. Y que no intente impresionarlo, que sólo lo ame y le sirva”.
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